Long Island Al Día con Antonio Caño.
Una de las costumbres establecidas por Barack Obama en la presidencia es la de leer cada día diez cartas enviadas a la Casa Blanca por ciudadanos corrientes, con problemas comunes, es decir, enormes. Algunas de ellas las responde él mismo, con su puño y letra. Otras las pasa a sus ministros y colaboradores para que les den una contestación más precisa. Es una de las formas que Obama tiene de evitar el destructivo síndrome de ensimismamiento del poder.
Mantiene la tradicional cita madrugadora en el Despacho Oval con los responsables de los servicios de inteligencia y de seguridad. Pero ha añadido a la agenda de trabajo diaria un encuentro con los encargados de la política económica, una decisión que no requiere justificación en los tiempos que corren.
Pero el mayor cambio, sin duda, es la luminosidad que el famoso edificio del número 1600 de la avenida Pensilvania proyecta estos días de primavera, cuando los cerezos llenan de flores las orillas del Potomac y en los jardines públicos se plantan tulipanes. Son tiempos poéticos en Washington. El contraste con el pasado es descomunal. Con negro sentido del humor, David Letterman decía recientemente que cuando Michelle Obama plantaba el nuevo huerto de la mansión presidencial se encontró con restos de los compañeros de caza de Dick Cheney. En el silencio de la noche, dice el célebre humorista, aún se escucha el eco del vicepresidente tocando el órgano en los sótanos de la Casa Blanca.
Ahora hay un nuevo presidente, ésta es otra Casa Blanca y Estados Unidos es otro país. Cien días después, todavía se sigue celebrando ese hecho. Barack Obama puede ya haber decepcionado a algunos y también es posible que siga sin convencer a quienes nunca creyeron demasiado en él o a quienes, simplemente, no creen que un presidente de Estados Unidos, cualquiera que sea, tenga ningún beneficio que hacer a la humanidad. Pero sigue siendo una fuente de ilusión para la mayoría de sus compatriotas y, por lo que han demostrado sus viajes al extranjero, también es motivo de admiración y respeto entre muchos ciudadanos del resto del mundo. Muchas cosas se han hecho ya en estos cien días y muchas más están prometidas o pendientes de hacerse. Ciertas iniciativas han recibido críticas y se han producido también errores considerables. Pero la esperanza no se ha disipado. La expectación sigue en todo lo alto. El globo no se ha pinchado.
La última encuesta, elaborada por la agencia Associated Press, le concede a Obama un índice de aprobación del 64%. En la media que diariamente prepara la página web Real Clear Politics supera el 60%. Se encuentra, por tanto, muy por encima de George Bush en estas fechas y dentro del promedio de los presidentes más populares de la historia.
Una mayoría de los norteamericanos considera que el país marcha en la buena dirección y, aunque confiesa gravísimas dificultades económicas en estos tiempos de crisis, tiene confianza en que el presidente está poniendo en marcha los instrumentos adecuados para superar la situación.
"Obama ha usado los primeros cien días de su presidencia para levantar el estado de ánimo de la población y crear esperanzas de un futuro mejor", afirma el especialista en encuestas de AP.
Ésa es, en realidad, la razón por la que fue elegido. Su singular recorrido personal, su juventud, su raza, su estilo comedido y sincero lo hicieron parecer siempre un político diferente, la opción regeneradora que el país necesitaba después de unos años de George Bush que habían dejado la moral nacional y el prestigio del país por los suelos.
Asumió el poder entre la peor crisis económica desde la II Guerra Mundial y con la promesa de poner en marcha una verdadera revolución. "Éste es el momento de actuar con audacia e inteligencia, no sólo para resucitar nuestra economía, sino para construir la nueva fundación de una prosperidad duradera", dijo en su primer discurso ante una solemne sesión conjunta del Congreso.
La revolución no ha llegado en cien días. Los equilibrios del poder siguen siendo, básicamente, los mismos, y hay analistas que se quejan de que la actuación de Obama contra los lobbies, los grupos de interés y las fuerzas oscuras que financian campañas y presionan a los políticos en el poder no ha sido lo suficientemente enérgica aún. Obama no es todavía Roosevelt ni su política transformadora ha dejado aún la huella del new deal.
Pero ése es, justamente, el objetivo, aseguran portavoces de la Casa Blanca. Obama ha asumido que ser el primer presidente negro y serlo, además, coincidiendo con una catástrofe mundial exige, entre otras responsabilidades, la obligación de hacer historia, en la manera en que Roosevelt la hizo o con la potencia renovadora que Ronald Reagan impuso. "El presidente Obama, a diferencia de muchos demócratas, comprende la naturaleza de la seducción que Reagan producía", afirma Lou Cannon, el principal biógrafo del ex presidente fallecido.
La idea de "una nueva fundación" ha sido recurrente en los más importantes discursos de Obama estos meses pare referirse a su proyecto de cambio. "La nueva fundación es el new deal de Obama", opina el columnista conservador Charles Krauthammer.
Los pilares de esa nueva fundación son una economía basada en el ahorro y la inversión, un nuevo modelo educativo, la reforma sanitaria, la renovación energética, una nueva ética y transparencia en la función pública y una política exterior orientada hacia la alianza con los amigos y, en la medida de lo posible, la comunicación pacífica con los enemigos.
Estos primeros cien días han servido para poner en marcha muchas de esas iniciativas en una actividad frenética que ha dado lugar a algunas críticas. "El presidente intenta hacer demasiadas cosas al mismo tiempo", ha advertido el columnista David Brooks. "Desgraciadamente, nos encontramos en una situación en la que no es posible elegir prioridades; cada cosa que tenemos que hacer es imprescindible para el éxito de la otra", ha respondido Obama.
Las principales decisiones de estos primeros meses han tenido que ver, por supuesto, con la economía. La Casa Blanca consiguió, con más dificultades de las previstas, un plan de inversión pública y deducciones fiscales de 787.000 millones de dólares para impulsar la actividad económica y fijó nuevas condiciones para el plan de rescate del sistema financiero, incluyendo una mayor regulación de las instituciones no bancarias, como fondos de pensiones, aseguradores y fondos de riesgo.
Con esas medidas, y otras destinadas a evitar la quiebra de la industria automovilística, el Estado ha adquirido un insólito protagonismo en la actividad de las empresas privadas, lo que se puso de manifiesto de forma especialmente llamativa con la actuación de los poderes públicos para limitar el salario de los altos ejecutivos.
Esa política, que algunos condenaron como la importación a Estados Unidos del socialismo europeo, se concretó en un presupuesto presentado al Congreso que representa un gasto de 3,6 billones de dólares e incrementa en un billón de dólares el déficit público. Ese presupuesto, todavía pendiente de salvar los últimos obstáculos en el Congreso, recoge un ambicioso plan de actuación de la Administración para hacer un país socialmente más justo y con una distribución más equilibrada de la riqueza.
Los primeros cien días de Obama han estado salpicados de medidas para eliminar obstáculos al aborto y mejorar algunos aspectos de discriminación racial o sexual. También ha habido compromisos en la lucha contra el cambio climático y se han puesto en marcha las gigantescas misiones de la reforma sanitaria y educativa.
Pero el segundo principal campo de actuación del nuevo presidente, después de la economía, ha sido el de restituir la credibilidad del Estado de derecho, la legalidad quebrantada durante la Administración anterior con el pretexto de la seguridad.
"Rechazamos como falsa la elección entre nuestra seguridad y nuestros ideales", proclamó Obama en su discurso de toma de posesión el 20 de enero, en las escalinatas del Congreso. Un día después concretaba esas palabras con el anuncio del cierre en un año de la cárcel de Guantánamo y, posteriormente, con otras medidas que declaraban ilegales los métodos de interrogatorio -como el ahogamiento fingido- aplicados por la anterior Administración y garantizaban que nunca más un funcionario de Estados Unidos pueda torturar impunemente.
La última decisión en ese sentido fue la publicación de los documentos oficiales, mantenidos en secretos, que daban cobertura a las torturas durante el Gobierno anterior. Esa información ha dado lugar a una polémica sobre si es necesario actuar judicialmente contra los responsables de esas prácticas. Obama es contrario a procesar a los agentes que realizaron los interrogatorios dentro de lo que entonces ellos creían que era la legalidad, aunque ha dejado la puerta abierta a investigar a los arquitectos de esa legalidad, es decir, a los altos funcionarios de la Administración saliente; entre ellos, George Bush y Dick Cheney.
Obama ha puesto fin a la política de Bush en muchos ámbitos, pero en ninguno ha resultado tan simbólico como en Irak, donde el nuevo presidente ha anunciado un calendario para la retirada de tropas "de forma responsable y ordenada", que puede poner fin a los combates este mismo año, aunque quedarán fuerzas de protección residuales durante dos años más.
La retirada de Irak se ha visto compensada con un refuerzo en Afganistán y la adopción de una nueva estrategia para ganar una guerra que ofrece signos muy alarmantes en la actualidad. Aunque en esa guerra está comprometida Europa y la OTAN, el refuerzo norteamericano sólo ha sido seguido tímida y temporalmente por los aliados europeos, pese a que éstos han expresado una plena reconciliación con Estados Unidos durante la gira de Obama por Europa.
La política exterior que Obama ha expuesto en estos cien días está repleta de signos alentadores, pero también de riesgos. Su política de mano tendida a los rivales, como Irán, Cuba o Venezuela, puede no encontrar la respuesta esperada o incluso una respuesta hostil, como ha sido el caso de Corea del Norte. Su intento de abrir una nueva era de relación con los países musulmanes -"Estados Unidos no está en guerra con el Islam", aseguró ante el Parlamento turco- o de abrir el camino hacia un mundo sin armas nucleares, como sugirió en Praga, pueden quedar en sueños incumplidos si otros Gobiernos no se le suman. Eso podría acarrearle críticas de haber puesto en peligro la seguridad nacional.
Pero, por encima de todo eso, las incursiones internacionales de Obama han permitido al mundo escuchar a un nuevo presidente que lleva un mensaje de humildad y entendimiento -"vengo a escuchar y a aprender", dijo tanto en Europa como en la cumbre americana de Trinidad y Tobago-, y el mundo se lo ha reconocido con gestos de cariño que hubieran resultado inimaginables hasta hace muy poco.
Obama se ha encontrado en estos cien días, personalmente o en grupo, con más de medio centenar de líderes mundiales; entre ellos, los más poderosos. No es arriesgado afirmar que la estatura de Obama destaca en estos momentos sobre todos ellos de forma escandalosa.
Ha habido algunas equivocaciones ya en esta Administración. La elección de colaboradores de los que se descubría que estaban en deuda con Hacienda puso varias veces al presidente en situación embarazosa. Ha habido dudas y correcciones sobre la marcha en relación al Tratado de Libre Comercio, por ejemplo. Pero, aunque no hay encuestas sobre ello, es improbable que muchos norteamericanos estén arrepentidos de su elección o añoren a Bush o a John McCain. Tampoco en el mundo, Obama ha sido en este tiempo desnudado o puesto en evidencia por la experiencia o sabiduría de algún otro líder internacional. No. La era de Obama se consolida y da la impresión de acabar de empezar.
Todo depende de la economía, por supuesto. El propio presidente lo reconocía hace ya algunas semanas: "Si no lo consigo (acabar con la crisis) en cuatro años, ésta será una presidencia de un solo término". Pero, de momento, los republicanos están agazapados, a la búsqueda de una identidad. Y la Casa Blanca cada día amanece con una botella de leche en la puerta y diez cartas confiadas en el valor de un presidente.
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